Verano

El verano es enorme, como un gran animal mitológico o antediluviano, como un vasto desierto. A menudo, el verano parece más grande que la isla, parece que no cabe en la isla: parece que va a conseguir aplastarla de un momento a otro. Las cigarras son como el crepitar de un gran fuego: el fuego del verano. Bajo la sombra del algarrobo, leo un libro, leo El verano, de Albert Camus, y me parece comprender que el calor es algo más que una temperatura: es también una cultura. Caídos desde lo alto del cielo, torrentes de sol rebotan brutalmente sobre el campo a nuestro alrededor. Cuesta levantarse, empezar a volar de nuevo sobre la tierra dura, áspera y reseca. Por suerte, las adelfas también están ahí, no nos han abandonado todavía.                                                  

Así como los pájaros parecen criaturas sobrenaturales, como si fueran mensajeros del Paraíso, los insectos tienen todo el aspecto de acabar de llegar directamente del Infierno. Y sin embargo, las arañas son hermosas y enigmáticas, son capaces de construir verdaderos castillos en el aire. Los mosquitos tienen el grácil don del vuelo musical y son como espíritus que aman y buscan la carne generosa. La voz del mediodía es la voz siempre hipnótica y constante de los insectos. De entre los pájaros estivales, ninguno tiene la elegancia de la tórtola. La abubilla es elegante también, pero se trata de una elegancia demasiado sofisticada para los pedregales insulares, para los abrasados bancales interiores. El ruiseñor es sencillamente perfecto: no hace más que confirmar día a día su prestigio literario. Tal vez, me digo, el lamento monótono de los insectos se deba a su imposible deseo de transformarse en pájaros.

Como atributos propios, el verano exhibe, de manera rotunda y casi sin perfiles, los elementos primordiales. Nos entrega, en estado bruto, el aire, el fuego, la tierra y el agua. Es la estación violenta y la estación de la quietud absoluta. Los elementos se ven, se tocan, se oyen, huelen y saben en todo momento y lugar. Todo cobra sentido: el aire, el fuego, la tierra y el agua. Al explicar el origen de las cosas, los primeros filósofos, isleños también como nosotros, no hicieron más que describir un paisaje, un territorio propio, un espacio real y simbólico a la vez. Caminamos, muchos días, siempre con nuestra sed a cuestas, por este paisaje árido y esencial, por el amarillo y por el rojo, por el negro y por el azul… Contemplación y repetición: hasta fundirnos en el magma transparente de los cuatro elementos. Así, cada paso que damos es también una manera de celebrar los límites, de incorporar al camino las pulsaciones del origen.

Es verano, sí, y regresamos, una vez más, a aquella playa de siempre, a aquel camino por el que no pasa nadie todavía, a aquel atardecer mágico, a aquella casa abandonada, casi en ruinas. Volver a aquellos espacios que permanecen idénticos a sí mismos, que nos recuerdan otros días, otros años, nos hace sentir más seguros, recobramos viejas y agradables sensaciones. Todo está seco y polvoriento hasta decir basta. Pero aún queda agua en algunas fuentes primitivas y el verde de las higueras es como el verde intenso y desatado de las alucinaciones. Con los amigos que vienen a pasar unos días con nosotros, que nos vienen a ver, recorremos esos lugares de siempre, con el mismo asombro y la misma devoción con que lo hicimos por primera vez para nosotros, es decir, con el placer del descubrimiento. Y entonces surgen también de nuevo las imágenes, los colores, los aromas, las palabras y, en fin, las historias que parecen brotar de entre las piedras de cada lugar, siempre bajo este sol lleno de insectos.

Tal vez sea ésta, me digo, la hora de repetir en silencio las palabras de Albert Camus: Hay en el mundo muchas injusticias, pero existe una de la que jamás se habla: el clima. De esa injusticia yo he sido beneficiario, sin saberlo, durante mucho tiempo. Haber crecido en la lentitud del verano, en las monótonas e interminables tardes de agosto. Porque también los recuerdos de la infancia son recuerdos limpios de verano. Y así, nuestras viejas fotografías continúan permanentemente habitadas por la felicidad de la ola, la placidez nocturna del puerto y el despertar de los sentidos. Por la mañana temprano salgo a un camino que me lleva a otro camino. Respiro y siento la misma luz que puedo ver también posarse dulcemente sobre los árboles, los mismos sonidos que empiezan a invadir el valle. Camino solo, pero siento más que nunca la compañía de las cosas, la amistad profunda del verano. De vuelta a casa, invadida ya por el sol, siento que, para pasar este nuevo día de verano, no tengo ya necesidad de nada. Me bastará una sombra generosa, donde echarme a vivir.

Vicente Valero
Verano. Ibiza 2002.