El bosque y las manos

En las mujeres y en los hombres todavía se conserva una especie de actividad –que podemos hacer si tenemos tiempo– que no tiene objetivo, ni finalidad, ni intención y que utiliza las manos, la mente y la imaginación. Mientras la realizamos, pensamos; sin que ningún pensamiento domine sobre los demás, ya que es un pensamiento que no sabemos donde va y que no tiene finalidad alguna; este pensamiento nos permite aislarnos y estar en lo que vamos haciendo sin saber –y poco importa– lo que saldrá de esta actividad. Y mientras pensamos, sin pensar, nuestras manos están en una acción continua, haciendo y deshaciendo el material que transforman en una cosa distinta y nueva de lo que era en un principio. Como el pastor que, mientras guarda las ovejas, coge un brote de tallos de esparto y, casi sin querer, las va separando por su tamaño o longitud y las va cruzando y torciendo y trenzando: jugando con ellas hasta que ha hecho –casi sin darse cuenta–, una cinta, un cordel o una trenza.

Suele ser una actividad solitaria que no necesita más que un material cualquiera y unas manos para jugar con él. Esta actividad es primitiva, ancestral, y, posiblemente, se ejerce para entretenerse en uno mismo y distraerse de lo que va haciendo; también para transformar las materias primas en una cosa que, sin dejar de ser lo que es, toma unos atributos nuevos por la modificación que las manos y la imaginación les han dado. Podríamos decir que es la técnica primigenia para transformar y adecuar las formas de la naturaleza a nuestro gusto o a nuestra necesidad, ya que, aunque opera sin plan previo y sus medios y procedimientos son rudimentarios, el objeto que sale siempre vale para alguna cosa: para pescar, para cazar, coger almendras, cocinar, para decorar, para contemplarlo y ensimismarse.

Muy a menudo esta actividad no trabaja sólo con materias primas, si no con otras ya elaboradas, con trozos, con las sobras y los restos de otras cosas. Y ahora recuerdo el “trencadís” que ha utilizado la arquitectura tradicional de Catalunya, y de Eivissa también, y que Antoni Gaudí elevó a la categoría de arte. Pero no es arte, todavía, esta actividad simple y sencilla que no pretende otra cosa que jugar con lo que tenemos a nuestro alrededor. Es necesario, eso, sí, que la persona que hace esta actividad sea una persona mañosa, de manos contentas y ojos abiertos y comprensivos. Que sepa reconocer la dureza de un material y la fragilidad o la ligereza de otro y sepa obrar en consecuencia.

Esta actividad, que es común y solidaria, nos lleva al principio del tiempo, al origen del arte y de la civilización. Y también nos muestra el ideal del trabajo desinteresado, de la tarea hecha por las ganas de hacerla, sin querer sacar provecho ni estipendio.

Lo que sale de las manos de este hombre paciente, hábil e ingenioso es fruto de la voluntad de dialogar con el mundo y de habitarlo y de quedarse en él. Lo que este hombre, o esta mujer, han hecho con las manos siempre será adecuado para algo; cada uno podrá darle el uso, la función o el destino que prefiera y hacer la vida más amable y vigorosa. Es fruto de un azar venturoso y favorable: es la semilla de la inteligencia, del pensamiento y del arte.

Y eso es lo que viene haciendo Gilbert Herreyns, el fruto de la dedicación y del gozo de transformar las cosas para disfrute de la vista, del espíritu y del entendimiento. Las ramas de la sabina, resistente, frágil y dura; la madera usada, transformada por el tiempo, por el viento y por el mar; la hojarasca de los pinos piñoneros ordenada por un cálculo infinitesimal, se alteran –siguiendo una intuición tan próxima a la capacidad combinatoria de la naturaleza–, en formas que no renuncian a su origen botánico ni a la expresión inconsciente de la naturaleza y adquieren, por la gracia de esa actividad contemplativa, la propiedad y la disposición del arte y la magia de la transmutación.

Antoni Marí