Texturas luminosas

En la pintura de Gilbert Herreyns reconocemos algunas de las distintas tendencias que han marcado profundamente el arte abstracto de la segunda mitad del siglo XX. Podríamos hablar, en principio, tal vez de un lenguaje pictórico de síntesis, en el que la geometría, el Op Art, e incluso algunos aspectos del minimalismo, han dejado sus huellas más características, al tiempo que han permitido también la creación de un nuevo y muy personal camino.

Como ha escrito Ricardo Viera, a propósito de estos elementos de síntesis que, sin embargo, han dado lugar a un horizonte nuevo, a una nueva manera, las pinturas de Gilbert Herreyns sugieren,  por ejemplo, “un laberinto, pero un laberinto que no existe”. O también insinúan una dimensión “matemática, pero sin ecuaciones”. O sugieren una “realización automática y, sin embargo, cada 1992»,  pincelada vibra con pulso humano”.

Existe, se diría, un juego de apariencias permanente que determina el carácter fundamental de esta pintura: su invitación a percibir, a dejarlo todo –es decir, a abandonar nuestra reflexión, nuestros sentidos, nuestros conocimientos- en manos de la percepción pura, en manos del diálogo íntimo que se abre entre estas pinturas y nuestra mirada.

Si, como creía el poeta italiano Giuseppe Ungaretti, las apariencias hacen que el misterio sea para los hombres aún más misterioso, me atrevería a decir que lo que hacen las pinturas de Gilbert Herreyns es buscar modos de expresar este misterio de las apariencias. Para ello, el artista ha recurrido, desde el principio de su carrera, a la geometría, lo que delata una afán de perfección y de orden, así como a ciertos efectos ópticos característicos del Op Art, lo que sugiere una cierta intencionalidad lúdica y una búsqueda de movimiento.

Sin embargo, en las pinturas de Herreyns, tanto la geometría como los efectos ópticos no son más que insinuaciones, hipótesis de trabajo. La geometría aparece casi siempre truncada, es una geo- metría rota y no responde por tanto a ningún criterio cientifista. No solemos encontrar tampoco en estos cuadros movimientos violentos ni barrocos efectos perceptivos, como inicialmente parecen sugerir, aunque no se renuncia tampoco a la vibración.

Si a algo invitan estos cuadros, es precisamente a la quietud y al reposo. De la misma manera que, cuando nos acercamos a ellos, descubrimos también que nunca son completamente monócromos, tal y como, sin embargo, aparentan muchas veces.

Digamos, por tanto, que Gilbert Herreyns se ha servido de la pintura geométrica de su tiempo y de los efectos ópticos del Op Art para trazar un camino propio en el que se nos propone a las aparien- cias como misterio. En este sentido, sus pinturas están más cerca de la espiritualidad de Rothko que de las matemáticas de Vasarely.

Cada cuadro de Herreyns es una textura luminosa, una red asimétrica que busca envolvernos. Nos seducen por medio del tratamiento del color, por supuesto, pero no menos también por medio del intrincado conjunto de líneas verticales y horizontales que recorren todo el cuadro, formando innu- merables y pequeños cuadrados, con apariencia de precisión.

Esta apariencia de precisión geométrica -menos enfatizada desde hace algunos años, desde que Herreyns traza las verticales sin que el pincel toque la tela, dejando correr la pintura- se corresponde con otra apariencia: la de monocromía. Aunque siempre existe en estos cuadros un color dominan- te, lo cierto es que en las redes entretejidas otros colores se han superpuesto o entremezclado. Yves Michaud ha explicado bien este proceso: “El resultado es una superficie en la que se yuxta- ponen redes apenas discernibles, donde se entremezclan colores casi desaparecidos, escondidos, puntos brillantes y líneas mates. De aquí nace el latido o la pulsación de la superficie, lo que he dado en llamar monocromía vibrante”.

Lo que llevamos dicho nos conduce directamente a las verdaderas intenciones de Gilbert Herreyns con sus pinturas. Dado que sus cuadros no representan ni evocan las cosas de este mundo, lo que hacen es buscar, provocar, en el espectador, una experiencia de percepción visual, al margen de cualquier significado y, por tanto, también de cualquier referente. La única realidad sobre la que cabe interrogarse en estas pinturas es la de los colores, la de los sig- nos repetidos que parecen imitar a la geometría convencional y la del formato mismo del cuadro. Con todo, esta realidad se nos impone con fuerza cuando nos acercamos a un cuadro de Gilbert Herreyns, ya que todos sus elementos se manifiestan con énfasis y provocan en nosotros una experiencia visual que es también un estímulo para la contemplación serena y la reflexión. La repetición de pequeños signos es quizá uno de los elementos más característicos de la pintura de Herreyns. Con la repetición consigue construir una malla tupida que abarca todo el cuadro, que da unidad al cuadro y lo convierte en una textura vibrante.

Estos pequeños signos, que se repiten hasta conformar la unidad del cuadro, han ido variando con el tiempo. Predominan los puntos, las cruces y los cuadrados, pero encontramos también, en ciertos periodos, otros pequeños signos de ambigua identificación, menos evidentes. Son más visibles en unos cuadros que en otros, del mismo modo que en determinadas épocas aparecen con más énfasis y en otras los advertimos más ocultos, casi escondidos detrás de una pantalla de color.

La repetición nos envuelve, exige nuestra concentración, casi la misma que el artista ha necesitado en su proceso creador. Como el oficiante de la hipnosis conoce bien, la repetición es una llave que abre la puerta del subconsciente. La repetición es una llamada, nos obliga a despertar, aunque este despertar consista en un sueño oscuro y desconocido.
En este sentido, podríamos decir que la pintura de Herreyns se disfruta, como quería Pollock de sus propias obras, como se disfruta la música; es decir, como la expresión de un estado, más que como la expresión de un pensamiento.

También los colores son, para Gilbert Herreyns, la expresión de un estado. En su pura apariencia, también los colores, como escribió Wittgenstein, “parecen proponernos un enigma”. La repetición de signos y el tratamiento del color son, en estas pinturas, los elementos constituyentes: aquellos que provocan en nosotros sensaciones, estados de ánimo. El color nos busca, nos invita a aproximarnos a un espacio, el espacio del cuadro, que es, en realidad, una única unidad vacía, cuyo significado sólo podría describirse como una textura vibrante de hilos luminosos. Por eso decimos que la pintura de Gilbert Herreyns, vacía y sin referentes, transmi- te enigmas que son, al mismo tiempo, estados de ánimo. Todo se resuelve, por tanto, en visualidad pura. No existe narración alguna en esta escritura apa- rente de signos repetidos, en las formas aparentemente también geométricas, ni en los colores entremezclados con mano de orfebre. La pintura de Herreyns seduce por su propuesta de percepción, por la quietud a la que nos conduce su intrincada caligrafía, por la calidad ascética del trazo. Uno siente que, delante de estos cuadros, la meditación sería fácil. Absorben nuestra mirada y provocan en nosotros diferentes estímulos, sensaciones que finalmente se diría que no pertenecen tanto al juego simple de la óptica como al más profundo y comprometido mapa del espíritu. El propio pintor parece darnos la clave cuando dice que “el camino o progreso espiritual es lo más importante. Es decir, la búsqueda de uno mismo”.

En la evolución de la pintura de Gilbert Herreyns juega un papel determinante su contacto con el Mediterráneo. Sus inicios en Bruselas en el Op Art, movimiento que por aquel entonces, en los años sesenta, disfrutaba ya de una aceptación social importante, se vieron profundamente alterados por sus primeros viajes a Formentera. Desde 1969 hasta 1973, Herreyns pasa largas temporadas en esta isla y se construye una pequeña casa junto a un acantilado. Como para tantos otros artistas, la experiencia de insularidad medite- rránea constituyó para Herreyns no solamente una experiencia de luz, sino también, o sobre todo, de libertad. Esta sensación de libertad individual se tradujo también en un importante cambio en su pintura. Si Formentera y la atmósfera hippy que se respiraba en la isla por aquellos años le ayudaron a despren- derse de los convencionalismos sociales, ¿cómo no iban también a ayudarle a romper con la rigidez de cierta pintura geométrica y de los postulados más dogmáticos del Op Art? Fue en esta isla, por tanto, donde Herreyns inauguró su camino propio en la pintura. Un camino que no olvida sus orígenes, que no los niega, sino que los recrea infinitamente, cuestionando lo apren- dido, aportando una mayor libertad, un trazo más intuitivo e imaginativo.

Lo que Gilbert Herreyns seguramente no esperaba, mientras pintaba en su estudio de Formentera, era que, a poca distancia de allí, en Ibiza, existía en aquellos mismos años un ambiente muy favora- ble para su nueva manera de pintar. Alguien le habló de un americano llamado Carl Van der Voort y de su galería. Y en el verano de 1972 decidió ir a conocerlo.

El encuentro no pudo ser más afortunado. Carl le invitó no sólo a exponer en su galería, pues la pintura de Herreyns le interesó de inmediato, sino a trabajar en su taller de litografía y grabado. En abril de 1973, Gilbert Herreyns expone por primera vez en Ibiza, en la galería Van der Voort. Y sólo seis meses después, deja su trabajo, en Bruselas, de profesor en una Escuela de Bellas Artes y se traslada a Ibiza para iniciar una nueva etapa como pintor, pero también como colaborador de Carl Van der Voort en su mítico taller de Dalt Vila. Allí conocería también muy pronto a otros pintores. Hans Hinterraiter, Erwin Bechtold, Don Kunkel, Rafael Tur Costa… También ellos, como él, transitaban por nuevos caminos, es decir, por cami- nos propios, personales, dentro de lo que, de un modo muy general, se ha llamado la abstracción geométrica.

En esta época de importantes cambios, la pintura de Gilbert Herreyns irá alejándose de los iconos iniciales de escuela, como los laberintos y los efectos ópticos, para ganar en densidad y profundidad. Desde entonces, el laberinto como objeto racionalista, como símbolo de claridad, se ha ido transfor- mando, como ha escrito Antoni Marí, en “un espacio profundo al que se accede a través de un orden serial: cruzando una maraña repetitivamente expresiva que retiene a la retina, ocupa a la mente y mantiene la tensión entre lo que se piensa y lo que se ve”.

En realidad, puede decirse que la pintura de Herreyns ha ido aceptando una mayor fuerza del in- consciente, una mayor presencia de lo oscuro en su diálogo permanente con la luz. Bajo la aparien- cia de racionalidad y de orden, sus cuadros ofrecen sin embargo texturas luminosas que están más cercanas a la intuición y a las emociones que a la razón.
Estas texturas nos impactan como una única unidad. No podemos concentrarnos en una parte del cuadro, sino en su totalidad. Y todo está dispuesto para que sea de este modo. Es entonces cuando se produce, felizmente, aquello que el propio Herreyns ha descrito como lo esencial en el arte: “la íntima conexión entre la obra y el espectador”.

Vicente Valero
Poeta y crítico de arte
Catálogo Texturas Luminosas
Ibiza 2006